I Premio del Concurso de Relato Corto de Smol Books:
“Escribamos el Aborto”
Imagen Enoch111
Estoy sentada en una silla blanca a campo abierto, frente a una fogata que apenas logra mitigar el frío de la madrugada. Sostengo con fuerza las hojas que contienen un pequeño resumen de mi vida; escupo un monólogo motivado por una explosión de sentimentalismo de bajo presupuesto y culpas religiosas bien cimentadas. Todo un masoquismo celestial. Justo en este momento me pregunto qué hice para llegar aquí. La verdad es que parece tan irreal esta situación que dejó de tener importancia cuando vi que tenían que acompañarme al baño para que no me escapara o suicidara, entonces supe que esto no era un mal sueño. Lo único bueno de este lugar es que la ciudad la dejamos hace varios kilómetros y la distancia permite ver el cielo salpicado de estrellas. Da la sensación de ser un buen sitio para observar el principio del mundo. Finjo que me arrepiento y que detesto a la persona que me consiguió el misoprostol, y que amablemente me dejó vomitar chocolate con ruda en su baño. A ver si así de una buena vez me indultan. Mis ojos están puestos en el fuego. No falta mucho para empezar a gritarle al vacío, todo acto vergonzoso e impuro que cometí en mi adolescencia. Llorar a moco tendido e implorar la piedad de Dios por haber desobedecido sus mandatos. Él, que todo lo ve, que todo lo escucha, menos lo que le conviene, como decía mi abuela. Todo esto sucede mientras un puñado de viejos alcohólicos y morbosos me escuchan a unos metros. Se regocijan cuando una de nosotras llega a estos sitios a desahogarse con la intención de sanar, para después tenernos como rehenes con nuestras propias historias en sus "grupos de rehabilitación"; haciéndose los guías espirituales, como todos unos mesías. Pero ellos solo saben hacerse pendejos para dejar de partirle la madre a sus esposas, para regalarle una precaria muestra de afecto a sus hijos y para dejar de frecuentar la cantina de su colonia, que cada vez los acerca más a tener otra larga estadía en el anexo. Del otro lado están las mujeres que prefieren hablar de neurosis, al no poder enumerar la cantidad de violencias vividas, como algunas logramos hacerlo. Con ellas no hay problema, aquí todas padecemos del mismo mal: nos fijamos en puro culero y nos aferramos a lo único que conocemos, la domesticación.
Estoy segura de que Gloria, la señora que está sentada frente a mí, no está aquí por gusto. La elegí por parecer la menos severa de todas las mujeres que se formaron frente a mí, para escuchar, durante toda la noche, la vida de una desconocida. Fingió con una sonrisa que sí, que estaba aquí para escucharme. Yo creo que está aquí porque el bato con el que se juntó no le dejó otra salida o porque tiene una culpa profunda que, a juzgar por el sitio con aroma a incienso, plagado de cruces, cuadros de la Virgencita de Guadalupe y cirios, no le han dejado olvidar. Pero aquí estoy para hablar de mí, me lo repitieron hasta el cansancio y la verdad que eso de contar mis desgracias siempre me ha gustado. Ya se durmió dos veces, justo cuando le narraba lo importante: mi gran tragedia. El punto de inflexión donde toda mi vida se fue a la mierda y no me refiero a lo que estoy a punto de decirle. Continúo leyendo mis hojas y, en cuanto digo la palabra Cytotec, brinca en el acto para exorcizarme. Me dice que me hinque y le entregue a Dios tan tremenda falta, porque ese sí es “un pedo choncho” y esto se puede poner feo. «No se preocupe señora, el miso sale del sistema en pocas horas. Ya no está. No hay nada más que sacar, lo expulsé todo, estoy segura». Nos hincamos en la tierra y pedimos a Dios que me ayude a sacar todos mis pecados y a reprender el espíritu de una tal Jezabel, repitiendo un oración que me dicta al oído. Después de la letanía, Gloria me dice la buena nueva «ya pasó, hija, Dios te puede liberar si eres honesta con él, conmigo y contigo, como dice el cuarto paso». Entonces, procede a contarme la historia de la prima de una amiga que abortó nueve veces. Ahora ella quiere tener un hijo, pero ya no ha podido quedar embarazada y por eso su marido la abandonó, porque ya no sirve. «Las mujeres que no sirven, no son agradables para ningún hombre, ni para Dios». Me lo recalcó. También me contó de su sobrina Lupe, hija de su hermana Cata. Cata le quitó el novio a Gloria cuando tenían dieciséis años, y desde entonces esta no pierde la oportunidad de hablar pestes sobre ella y de su hija. Lupita abortó sola con tés. Dicen que quedó loca, porque el fantasma de lo que le dijeron que era su hijo, la atormenta por las noches con voces similares a las de sus tías las rezanderas. Eso decían de mí también, que estaba loca por sentirme sola y guardar una enorme tristeza desde los catorce años. Quizá Lupita está triste o muy sola, y necesita platicar con alguien que no sean sus tías las víboras que se dan golpes de pecho con el extremo de su cola. También me contó de Juanita, su vecina que murió cuando abortó en el baño de una escuela pública con un gancho en la mano. La verdad es que esa última historia me recuerda a una película, pero igual hice cara de sorprendida para no ganarme el honor de ser añadida a su lista de relatos de terror abortescos.
*
Procedo a recitar «Hoja número veintisiete, pregunta número dos: ¿Actualmente qué tipo de situaciones en el aspecto sexual me causan miedo, ansiedad y frustración?» Ahora es mi turno de acusarme. Comienzo a narrarle con la voz envuelta en un simulacro de vergüenza y recargada en su basta moral:
Era un viernes, durante mi último año de prepa. Mi grupo y yo planeábamos nuestra graduación y buscábamos las universidades a las que nuestras posibilidades económicas e intelectuales nos permitirían acceder. Yo no estaba segura de qué estudiar, pero el profe de Ética me decía que yo tenía madera de abogada. Lo decía porque me enojaba por todo y siempre me defendía de mis compañeros y maestros. Nunca me gustó que me hicieran sentir menos, por eso quedarme callada no era una opción. Ese día, a mitad de la clase de Inglés, me tuve que salir corriendo al baño por un vómito anormal e inesperado. Una se conoce, aunque menosprecien nuestra intuición, sabemos si estamos enfermas por las porquerías que comemos o cuando una especie invasora acaba de tomar el control de nuestro cuerpo. Lo supe en el acto. Mi periodo era irregular, entonces no servía de mucho contar días en el calendario. Esa tarde fui a buscar a Iván, mi novio. Un bato de esos a los que les dicen chacales, toda la pinta, no necesito describirlo, como lo imaginas, es. Estaba bien enamorada porque escuchaba mis problemas y me decía que todo era culpa de mis jefes. Me dedicaba canciones de ska y reggae con letras bien llegadoras, ya sabes, esas que le dedicas a tu novia. Fue mi mejor amigo cuando estuve dentro de una relación igual o peor de tormentosa que esta. Nunca fui muy selectiva para relacionarme con los hombres, bastaba con que me pusieran un poco de atención y ellos sin pedirlo ni merecerlo, tenían a su disposición toda mi vida. Eran las cinco y él andaba bien marihuano dando el rol con sus amigos, como siempre. Fui a alcanzarlo para decirle que teníamos que ir a hacerme una prueba de embarazo cuanto antes. Al otro día no fui a la escuela, fuimos a un laboratorio a unas cuadras de mi prepa, con el uniforme bien planchado y la cara escurriendo preocupación y vergüenza. Entré y pedí una prueba de embarazo; la enfermera me vio con mirada inquisidora, quizá por el outfit que elegí para tan importante momento. Procedió a tomar la muestra de sangre y me dijo que, si pagaba un extra, el resultado estaría en dos horas. Salí por Iván para pedirle el dinero, porque no quiso entrar conmigo. Extrañamente él pagó todo. Seguro ese día tuvo dinero por haber ido a robar un día antes, porque él ni trabajo tenía. Pasaron dos horas y entré por el resultado. Acordamos verlo juntos, juntos como afrontarímos las consecuencias, pensé. No tardamos ni cinco minutos en caminar, cuando a mitad de la calle abrimos el sobre, “Positivo”. No podía creer que eso me estuviera pasando. No supe si debía sentirme feliz. Estaba enamorada, tenía que sentirme feliz. Por mi cabeza pasaron todas las soluciones posibles: dejar la escuela y trabajar para mantenerlo, terminar la prepa y meterme a trabajar, seguir estudiando y entrar a la universidad para darle algo mejor, trabajar muy duro y tenerlo. Iván simplemente se quedó en silencio, ni un gesto, nada. Nos fuimos a su casa acompañados de una nueva constante en la relación, el silencio.
Pasaron dos días sin que me hablara, casi estaba segura de que iba a terminar como mi mamá, criando sola. Si ella pudo hacerlo, yo también, pensé. Al tercer día, como Cristo, Iván se apareció al fin. Me repitió al menos unas veinte veces que él no estaba listo para ser papá. Yo ya tenía todo un plan para mantener al bebé juntos, él no. Me contó que su mamá sabía cómo solucionar las cosas, que ella nos iba a ayudar. Sin preparación alguna me dijo que era mejor que abortara. Yo había escuchado muchas cosas sobre las mujeres que intentaban hacer eso, que si te hacías un aborto morirías desangrada y en la secundaria siempre nos ponían un video de un feto abortado que lloraba por su casita y sus manitas. Me acordé de una chava de tercero, decían que abortaba cada mes en la Ciudad de México, que por eso estaba tan delgada. No creí que tuviera alguna relación, pero eso decían y todos la señalaban en la escuela. También recordé que mi amiga Claudia pensó que estaba embarazada y le dijo a la prefecta. Ambas fueron con el médico de la escuela para que la revisara. Él era un viejo cincuentón que se la pasaba afuera de su consultorio, viéndole las piernas a las niñas. Del embarazo de Claudia se enteró hasta el conserje. Cuando a ella le dieron la opción de abortar, él iba pasando por la enfermería y le dijo «Ni las perras abandonan a sus propios hijos, y ustedes pensando en tirarlo por la taza de baño». Ese comentario no dejó de atravesarme cada vez que lo consideraba como una opción. Yo sabía que las perras se comen a sus hijos cuando saben que no van a sobrevivir, el mío, en estas condiciones, tampoco iba a poder hacerlo.
Accedí a ver a la mamá de Iván, Esther. Ella es una señora guapa, robusta, con una sonrisa enorme y coqueta, de ojos casi tan oscuros y brillantes como su cabello. Siempre traía un chongo bien amarrado, ropa deportiva y su cigarro en la mano. Caminaba erguida y sin miedo en la colonia, era de esas señoras que se la sabe de todas a todas, de las que se agarraba a golpes a quien le dijera “ojitos negros” en la calle. Sacó a sus hijos adelante pese a vivir una vida que no reparó en ser injusta con ella. Llegamos a su casa, me invitó a pasar y tuvo la amabilidad de preguntarme primero qué es lo que quería hacer. Le respondí que no sabía, que yo podía tener al bebé, pero su hijo no compartía la idea. Antes de soltarme a llorar, me dijo «No seas tonta, mija, no te aferres al bueno para ni madres del Iván. Es mi hijo, pero no dejes que te ciegue el amor. Estás a punto de estudiar una carrera, piénsalo mejor, aquí la única que decide eres tú». No sé si lo hizo para salvar a su hijo, pero yo creo que me estaba mostrando la salida de emergencia. Nadie en el mundo me abrazó en esos momentos con sus palabras, como ella.
Pasaron los días, los síntomas eran insoportables, siempre estaba vomitando y temí que en mi casa se dieran cuenta. Tenía aproximadamente siete semanas de embarazo y lo seguía pensando. Pensaba y toleraba los malos tratos de Iván, quien cada vez era más indiferente al tema, a mí y a los restos de su decencia humana. Empezó a ser más violento, a drogarse más, y yo, a ver con mayor claridad la salida. Un día, mientras intentaba seguirle el paso en la calle, me detuve, lo observé bien y pensé «¿neta te vas a quedar con él?, porque esto será para siempre». Le grité desde una cuadra abajo «ya me decidí, vamos con tu mamá. Yo tampoco quiero tener un hijo contigo». Estaba segura de querer ser madre, pero no ahora, no con él, no así. Se detuvo, me miró sin entender el peso de cada palabra que salía de mi boca y me dijo que iríamos después de ver a sus cuates. Horas más tarde, fuimos a su casa para darle la noticia a su mamá.
Esther me recomendó faltar al día siguiente a la escuela, así lo hice. Ella fue con una vecina que vendía misoprostol suelto, era enfermera y le sabía a todo eso, también se dedicaba a la herbolaria. Después se fue corriendo al mercado Primero de Mayo y trajo hierbas para un té, de todas solo ubique una: la ruda. Llegó a la casa a preparar una olla grande con agua, el olor era terrible. Le puso una tableta de Chocolate Abuelita y le subió a la flama para que calentara rápido. Me dio una taza de té hirviendo y otra a Iván, le dijo «Este té sabe de la chingada y si ella se lo va a tomar, tú también, porque ella no se metió sola en este problema. Si no te lo tomas hago que te tragues toda la olla. Me voy a salir un rato y regreso a ver cómo sigue mi niña». Se fue porque sabía que comenzaría a vomitar y no quería que me diera pena, eso me lo confesó después. Al volver me dio el misoprostol para que me tomara dos y otros dos me los metiera por abajo, en la vagina, lo más adentro que pudiera. Nos mandó a subir en bicicleta por toda la avenida principal de la colonia y después a caminar. Unas horas más tarde, estuve acostada con cólicos, fiebre y diarrea. La verdad pensé que me iba a morir, que segurito me iba a morir, o que me iban a tener que llevar al hospital y ahí me descubriría mi mamá. Yo pensaba que prefería morir a que me descubrieran, eso era seguro. Una prefiere cualquier otra cosa que no sea la vergüenza y el desprecio de sus progenitores y la sociedad entera, después de saber que has tomado el curso de tu vida en tus manos, más aún si eres joven, ¿cómo nos atrevemos a tanto?
Por la noche sentía que me partía en dos por los cólicos, pero intentaba ser paciente y respirar hondo, no llorar mucho para no impacientar a Iván con mis quejas y para no molestar a Esther de más. Intentaba controlar mi miedo de morir desangrada, de voltear a la taza y observar a un perfecto ser humano entre vómito, mierda y sangre, que volteara a verme y me condenara con su magia oscura para toda la vida. Entre tanto, también pensaba en qué iba a hacer después de que todo acabara. Contrario al escenario fatalista que había construido en mi mente, solo expulsé unos cuantos coágulos y algo similar al hígado de pollo crudo. En ese momento disminuyeron los cólicos y con ellos mi preocupación, mis ganas de llorar y la culpa. Eso había sido todo, se había acabado, era libre. Seguro que ahora sí entraría a la escuela, me conseguiría a alguien de mi universidad que me hiciera olvidar a este bato y que me tratara mejor (spoiler: los abogados y los estudiantes de derecho son igual de pendejos, pero esa es otra historia). Éste era mi segundo chance y no lo iba a desperdiciar. La mamá de Iván se veía preocupada por mí, pero se sostenía en la seguridad de su mirada y sus saberes. Desde que la conocí me repetía que siempre fui mucho para su hijo y me había equivocado al fijarme en él. Al principio pensé que le caía mal, después supe que solo me quería evitar cualquier situación desagradable que ella había tenido que vivir. Ya era tarde, Esther me abrió la puerta de su casa y me abrazó, como diciéndome «vete, ya no vas a tener otra oportunidad de salir de aquí». Salí de prisa y no miré hacia atrás, no hasta hoy. Iván estaba con sus amigos en las canchas, fumando porque lo había estresado, le preocupaba que me muriera y lo culparan.
*
Antes de terminar de contarle a Gloria cómo me fui aliviada a casa, a seguir sangrando, mientras hacía mi tarea de cálculo y me tomaba un té de manzanilla, me interrumpe y me dice «Bueno, mija, aquí está claro que se te metió un demonio que te hizo abortar, ahora te vas a postrar y vas a pegar tu frente en la tierra». «¿Mi frente en la tierra?». «Sí, ahora. ¿Qué le quieres decir a esa persona que te hizo abortar?, grítale a Esther, grítale que la odias porque te hizo abortar y pídele a Dios que te perdone». «Pero no…». «Dile. Imagina que está frente a ti. Miéntale su madre si quieres». «Bueno…».
*
Son las siete de la mañana, es domingo y me duele la garganta. Mis ojos están hinchados por el llanto que me sacaron a punta de padresnuestros y salmos. Me hicieron arrepentirme hasta de los pecados de la pobre mujer que estaba a mi lado. Salgo de una capilla a la que me metieron con un té en una mano y en la otra, un folder que contiene una hoja donde consta que ahora soy una mujer nueva, que debo actuar bien y ayudar a las personas, que mi alma está más blanca que la nieve y debo mantenerla así o me voy al infierno. Esther está afuera esperándome. Ella me trajo aquí después de que un ex alcohólico puritano de su pasado le metió la idea de que todos los males de su vida eran por ayudar a otras mujeres como lo hizo conmigo. También le dijo que debía arreglar lo que propició, así que me trajo aquí. Yo creo que Esther arregló en mi vida muchas cosas antes y no se dio cuenta, pero yo sí. Después de darme un gran abrazo y pedirme una disculpa innecesaria, estamos listas para irnos. Regresamos a casa recostadas en la parte trasera de una camioneta. Mientras nos compartimos cómo nos fue en el retiro, señalamos las estrellas que caen del cielo salpicado que contemplé en soledad la primera noche y pedimos deseos en voz alta.
Es probable que después de este día no volvamos a coincidir con frecuencia en el camino de la otra, porque hay lugares que una debe evitar un tiempo para sanar heridas y seguir adelante. Al principio no sabía lo importante que ella fue para mí todo este tiempo. Ahora lo sé, quizá necesito acompañar abortos como la chingona de Esther y evitar que más mujeres vengan a estas madres que hacen llamar Retiros Espirituales, o no, y simplemente puedo continuar con mi vida como ella me aconsejó que lo hiciera. Así que, Esther, considera esta mi disculpa pública, después de las mentadas de madre que eché al cielo para ti. No fue mi intención, me dejé llevar. Tú sabes.
El procedimiento que se menciona en el relato no es el más recomendable, es preferible no combinar vías de administración. Consulte a su red de acompañamiento de confianza.
Yosselin Islas Flores (1996, Hidalgo, México). Escritora, poeta, abogada y acompañante de aborto. Cursó el Diplomado en Escritura Literaria por el Centro de las Artes de Hidalgo (2022). Ganadora del Primer concurso de relato corto Smol Books "Escribamos de Aborto" (2022). Editora en la revista digital “Aleteo Poético”.
Ha publicado en las antologías “Mirada, palabra, poesía” (Editorial UDG, 2020), “Selfie Poética” (Complejo Cultural de los Pinos, 2020), “Personae” (Sello editorial Los Scriptoria, 2022), “Antología Vol.III de la FILNYC” (2023) y “Letras de Pachuca” (Los Libros del Sargento, 2024); así como en las revistas digitales “Círculo de Poesía”, “Mood Magazine” entre otras. Autora del libro “Llena Eres de Gracia”
(Editorial Los Ablucionistas A.C, 2020) y de "Paisajes de la Ausencia" (Editorial Cipselas, 2022).
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