Imagen: Collage elaborado por Myrna Flores.
Diana salía disparada hacia el patio cada vez que escuchaba el sonido de la vieja campanilla que hacía de timbre. Con pasos ágiles, atravesaba el pasillo bordeado por la colección de plantas medicinales que su abuela cultivaba en macetas de barro que el abuelo decoraba a mano, de todos los tamaños y todos los colores. Le gustaba esconderse, deslizarse entre ramas y hojas para obligarlas a soltar sus aromas. Por un instante, el pasillo entero se perfumaba con esa mezcla increíble formada por romero, lavanda, hierbabuena, orégano y tomillo. Después la niña se metía entre las macetas atestadas de anturios, cunas de Moisés y alcatraces que su abuela dejaba crecer como para desbordarse a los costados del enorme zaguán. Sin hacer ruido, de puntillas y casi sin respirar, se quedaba quieta y esperaba el momento oportuno para dar un salto ligero, cruzar la puerta y correr en dirección al canal que limitaba la calle de terracería sobre la que se levantaba la vieja casona a la que había llegado a vivir varios meses atrás.
No era por desobediente o sólo porque sí. Diana sentía todo el tiempo esa pulsante necesidad de pararse en la orilla del canal a mirar el agua. Mamá le había prometido que para cuando cumpliera seis años la llevaría a conocer el mar, pero a los cinco, ese cuerpo de agua encharcada era lo más parecido a aquella promesa que no tenía idea de si alguien le podría cumplir.
Diana se detenía en el borde lodoso y se sujetaba las manos atrás. Levantaba las puntas de sus pies y se balanceaba sobre los talones. El rezago del olor a hierbas se rompía cuando era atravesado por el tufo del agua estancada en el canal. A veces le parecía que en él estaban contenidos los peores olores del mundo: el del pasto recién arrancado por la parte en donde se le rompía la raíz; el de las coladeras abiertas en las calles de la colonia donde vivía con mamá; los platos sucios de huevo del desayuno sobre el fregadero hasta bien entrada la tarde; los zapatos sucios de papá con los calcetines ennegrecidos dentro. Le gustaba ver el agua porque nunca era la misma: a veces estaba quieta, y sobre ella se formaban enjambres de mosquitos al atardecer; otras, alcanzaba a ver un centro a partir del cual se dibujaban pequeñas ondas en expansión por efecto de partículas invisibles que rompían la tensión superficial; otras más, el cauce corría despacio formando líneas que se desvanecían al paso de su propio movimiento. Lo único invariable eran los gigantes que se mantenían firmes a lo largo de todo el canal. Diana se preguntaba por qué las ramas iban hacia abajo pero nunca terminaban de caer, y por qué las hojas de ese verde tan brillante se mecían sin permitir que el viento se las llevara.
Doña Remedios, su abuela, pasaba el día intentando no perderla de vista. La hallaba oculta entre las macetas con el pelo impregnado de romero y lavanda, bajo alguna cama o detrás de los muebles. Le molestaba esa personalidad escurridiza, como si en vez de niña se tratara de un gato mañoso, pero suponía que era una costumbre de la que en algún momento podrían deshacerse. Diana era una niña ágil, y doña Remedios una mujer entrada en años. Por más que cerrara bien el portón, escondiera las llaves en lugares altos, llamara a la niña por su nombre cada cinco minutos e hiciera recorridos por todas las habitaciones de la casa, más tardaba la abuela en ejecutar sus estrategias que la nieta en encontrar una nueva manera de evadirlas.
En algún momento, doña Remedios resolvió que era mejor mandar a su marido a colocar una campanilla que hiciera ruido cada vez que la puerta se abriera. Si no podían detener las ganas de Diana de explorar, de correr, de estar fuera, al menos reaccionarían cada vez que se alejara de su supervisión.
—Es que yo no sé qué necesidad de querer andar en la calle —se quejaba doña Remedios con su marido cuando tocaban el tema.
El abuelo se limitaba a negar con la cabeza y encogerse de hombros. Diana tenía las mismas ganas que su madre de conocer el mundo de afuera. Él hubiera querido regalarle las mismas alas que la niña les pintaba a los gigantes del canal en su imaginación. Y aunque estaban pendientes y aguzaban el oído, la campanilla sonaba tantas veces al día que terminó por no significar una diferencia en las medidas de vigilancia que habían decidido tomar. La abuela salía empujando las puertas y azotando la suela gastada de sus sandalias, percibiendo en sí misma el olor ácido del calor que se incrustaba en su carne; el marido sacaba de la bolsa de la camisa un viejo pañuelo deslavado y secaba con él las marcas del sudor nuevo que se dibujaban sobre las que se le habían acumulado sobre la piel durante el día.
Hablaban poco, tanto que Diana se había adaptado a esa atmósfera sigilosa para desplazarse por donde necesitaba. Se había acostumbrado a esa vida casi carente de sonidos, y aprendió a tararear en voz muy baja las canciones que mamá cantaba antes, cuando estaba contenta. Eran pocas las veces. A partir de algún momento, ella ya no recordaba cuándo, mamá comenzó a andar con la cabeza baja, con el pelo cubriéndole la cara; mantenía las luces apagadas y se encerraba todo el tiempo. De pronto ya no quiso jugar, cantar o al menos sonreírle. Hacía mucho que Diana no veía la sonrisa de mamá.
Los abuelos cuidaban que no los escuchara hablar de la hija desaparecida, que era el único tema que sabían abordar juntos. Quizá después de tantos años de atravesar aquella rutina, lo único genuino que podían compartir eran los dolores comunes.
Cuando todo fue reciente, las vecinas hacían desfile para visitarlos, para dejarles comida o darles palabras de consuelo. Los otros hijos les llamaban por teléfono o enviaban dinero para la nueva boca que debían alimentar. Los licenciados del ministerio público al menos les daban esperanzas.
—Denos tiempo, madre —decían, bien instalados en la cocina de doña Remedios, mientras devoraba las galletas marías que algunos tenían la desagradable costumbre de sumergir en el café negro—. Estas cosas tardan, pero van a ver que pronto encontramos a su hija.
Ya después de un par de meses, cada visita al ministerio público era un fastidio para todos. En algún momento, alguien decidió asignar un abogado que haría de emisor. Doña Remedios lo recibió igual que a los otros, con el café humeante y las galletas marías. El abogado las humedecía tanto que cada galleta terminaba deshecha espesando el café. Imaginó que el rechazo que la bebida le provocaba a ella era idéntico al que cargaban en la mirada los licenciados del ministerio, como si su reclamo de hallar a la hija fuera un fastidio, pero no pudo hacer nada más que tirar las galletas aguadas en la calle, junto a algún poste chueco, para que los perros las tragaran como ella hacía con su coraje.
El abogado llevaba casi un año visitándolos una vez al mes para siempre darles las mismas respuestas: buscaron en tal lugar porque creyeron que había una pista, pero lo que encontraron fue el cuerpo de una muchacha más joven que su hija; lo bueno es que ella llevaba desaparecida como dos años, si le vemos el lado positivo por lo menos ya pudieron cerrar ese caso.
La abuela no usaba celular, y menos tenía redes sociales, pero con lo que escuchaba en la televisión le bastaba para enterarse de la cantidad de mujeres que desaparecían a diario, en todos lados, de todas las edades y a cualquier hora. No soportaba ver las fotos porque en cada una reconocía a su propia hija, la que se alejó de ellos, de ella, por seguir a un hombre que al poco tiempo de haberle prestado el par de alas que el abuelo no quiso regalarle, la dejó con una niña pequeña. Infinidad de veces había escuchado a su marido arrepentirse: «La hubiéramos obligado a regresarse para acá».
Y luego estaba Diana.
Su nieta había llegado a vivir con ellos algunas semanas después de no saber nada de su madre. La trabajadora social les había entregado una pequeña maleta con tres cambios de ropa, un conejo de peluche y una niña que se escondía bajo los muebles cada vez que alguien le hablaba. No habían podido quitarle a Diana esa costumbre, pero al encontrar tanto espacio, tantas habitaciones y tantas oportunidades para imaginar, al poco tiempo el conejo de peluche se perdió y ella recibió más ropa que le llegó como regalo de primas mayores en mejor situación. Ni siquiera le costó trabajo sentirse cómoda: en la casa había plantas por montones, olores que venían de todos lados, juguetes heredados, ropa de mayores para disfrazarse, y fuera de ella encontró piedras, una larguísima calle de terracería y a los enormes gigantes que de vez en cuando escuchaba murmurar.
Lo único malo fue que casi de inmediato su curiosidad y su gana de explorar fueron coartadas por esa excesiva atención que caía sobre ella. ¿De qué le servía tener tanto espacio para correr y tanta imaginación para inventar, si sólo podía usarlas ante el descuido de los abuelos? La abuela debía leer la mente, porque más tardaba Diana en planear el siguiente escape, que ella en truncarlo: la tomaba de la mano, la sentaba en su regazo y le jugaba el cabello para adormecerla. La niña terminaba por cabecear, hasta que el abuelo la tomaba en brazos y la llevaba a acostar cuando aún era de día. Diana odiaba desperdiciar la luz del sol, por eso, cuando se lo proponía, con nada en el mundo la hacían dormir. Entonces la abuela la obligaba a andar tras ella en todas las faenas de la casa: a la hora de cocinar, al barrer el patio y quitar el polvo de los muebles, al cambiar las flores o encender las veladoras de un altar que la niña había ayudado a colocar en el fondo de la cocina, cuando se sentaba junto a la ventana a bordar o a tejer. Quizá esta última actividad fue la que concedió a Diana algo de libertad, pues la abuela se adormecía después de un rato y ella aprovechaba para escapar. Salía disparada a la calle, brincaba, pateaba las piedras y observaba a los gigantes. Intentaba acercarse, tenía tantas preguntas. Llegaba a la orilla del canal, percibía el olor del agua. Pero pronto la abuela o el abuelo salían por ella, y poco después se les ocurrió poner la campanilla en la puerta del zaguán.
Diana tuvo que aceptar que el patio sería su lugar para jugar. Rascaba la tierra de las macetas, sentía la humedad en las yemas de sus dedos y encontraba sin querer una lombriz. La tomaba y apretaba sobre su piel viscosa. El abuelo le había enseñado que, si cortaba una por la mitad y dejaba ambas partes enterradas, al día siguiente tendría dos lombrices. El abuelo le enseñó también que, entre más lombrices tuviera una maceta era mejor, porque ellas se encargaban de cavar los pequeños túneles a través de los cuales se metían las raíces, y las plantas podían alimentarse mejor.
—¿Los gigantes también son plantas, abuelo? —preguntó Diana una vez, señalando los viejos sauces que hacían guardia a lo largo del canal frente a la casona.
—Sí, nena, pero, más que plantas, los sauces son ángeles que se quedan en la tierra a cuidar a las personas.
Diana abrió mucho los ojos aquella vez al imaginar que las ramas que parecían caer, en algún momento podrían convertirse en enormes alas de verde resplandeciente. Al moverse liberarían por montones los algodoncitos que a ella le gustaba perseguir cuando el viento las desprendía de las inflorescencias y las hojas se abrían para dejarlas salir. Entre las semillas flotantes la niña podría correr hasta aferrarse al tronco de algún gigante y susurrarle que por favor la llevara a ver a mamá. Entonces el gigante extendería sus enormes alas y, al agitarlas con fuerza, formaría una cortina blanca tejida con sus semillas que los ayudaría a escapar. Los abuelos observarían con asombro el vuelo del gigante y se quedarían en tierra firme, envueltos en la cortina blanca, en tanto Diana al fin volaría para reencontrarse con mamá.
Doña Remedios pensaba en su hija más de lo que hablaba de ella con el marido, porque la veía vuelta a nacer, niña pequeña, en las ganas que Diana tenía de explorar el mundo de afuera. Quizá esas ganas fueron las que la empujaron a mudarse tan lejos. Quizá esas ganas la convencieron de quedarse allá en vez de volver. Le dolía el cuerpo de imaginarla sola. La abuela a veces tenía la sensación de que le faltaba un brazo que nunca tuvo. ¿En dónde estaría su hija? ¿Cómo se les ocurría a los licenciados que iba a creerles si le decían que buscaban a una muerta? ¿Cómo hacerles caso si de toda la palabrería que soltaban, lo único que ella entendía era «hágase a la idea, madre»? Hágase a la idea de que prenden veladoras en un altar sin foto. Hágase a la idea, madre, de que ni siquiera una misa pueden mandar a hacer, de que deberían llorarle a un ataúd vacío, de que no tienen una tumba para llevarle flores. ¿Cómo una madre podía hacerse a la idea de que la hija se le adelantó?
Quizá doña Remedios supo que nunca lo entendería aquella tarde en que una nueva ausencia de Diana la sobresaltó. No estaba cerca de la ventana y no la veía en el patio. ¿Para qué habían puesto una campanilla que ya no les llamaba la atención? Se levantó de donde llevaba rato sentada y alcanzó a ver que la puerta estaba entreabierta. Doña Remedios corrió con pasos pesados y abrió con una fuerza que su cuerpo ya no poseía. Gritó el nombre de la niña, Salió y la buscó alrededor. Ante ella flotaban las semillas de los sauces como motas de pelusa perdidas, pero Diana no estaba. Parecían minúsculos copos de algodón danzando, siguiendo sus movimientos como si de pronto formaran parte de una estela que dejara a su paso. Se le hacía un nudo en la garganta, pero siguió gritando el nombre de su nieta con el corazón pulsándole en el cuello, en las sienes, en los oídos. Su marido había salido de la nada y estaba detrás, lo escuchaba llamarla con la misma fuerza que les faltaba para gritar el nombre de la hija desaparecida. Las semillas de los sauces se le pegaban en la ropa y en el cabello, entraban por su boca y su nariz. Estaban en la garganta, la llenaban y no le permitían seguir gritando. Formaban una bola algodonosa que acolchaba su voz. Diana, ¿en dónde estaba Diana? El abuelo se le adelantó por un costado, atravesó la calle y caminó entre los sauces, bordeando el canal.
Una alfombra blanca tapizaba la calle de terracería como nunca la habían visto. Doña Remedios observó a su marido flotar sobre ella y detenerse en seco. ¿Alcanzas a ver a Diana? Esa niña que no entendía que en ningún lugar del mundo iba a estar mejor que con sus abuelos. Ya iba a ver el jalón de orejas que le daría cuando pudiera abrazarla. ¿La ves, marido? El marido no respondió, no se movía. Doña Remedios ya no podía gritar, la bola algodonosa no se lo permitía. Caminó hasta quedar junto a él y se cubrió la cara con ambas manos: tenían ante ellos un camino de prendas de ropa sucia de tierra lodosa. Un suéter rosa, un pantalón de mezclilla, una blusa pequeña con un dibujo irreconocible en el frente, una camiseta amarillenta con gotas rojas en toda su extensión. Un par de calcetines rosas. Y algunos centímetros más allá, un zapato de tipo escolar.
A pocos pasos de ellos se distinguía con claridad. Era pequeña y regordeta, de un color amoratado: una mano que nacía del mismo sitio que el tronco fuerte del gigante. Podían verse algunas moscas enormes con exoesqueletos metálicos sobrevolando varios centímetros arriba, y dos líneas de hormigas que iban y venían en perfecto orden de entre el pasto crecido y la entrada del hormiguero que hervía de patas, mandíbulas, antenas y restos de materia orgánica. La piel parecía llena de un líquido que podría hacerla explotar y en los nudillos se formaban costras sanguinolentas. Las uñas estaban ennegrecidas por el lodo incrustado tan profundo que parecía doloroso. Para ese cuerpo, el tiempo se había detenido en una posición imposible, petrificando los dedos más allá de su flexibilidad natural. No quisieron saber si un poco más lejos, entre el pasto y los montículos de tierra, estaría también el brazo y el resto del cuerpecito.
Doña Remedios recuperó el aire al sentir una mano tibia que se colgaba de la suya. Al reconocer los ojos chispeantes y las mejillas coloradas de su nieta, la abrazó de tal manera que le impidió dirigir la vista hacia el gigante. A su vez, se aferró al brazo de su marido y lo jaló hacia el otro lado de la calle. Sintió que se había tragado sin querer la enorme bola formada por las semillas de los sauces, que ahora se le deshacía por dentro y liberaba pequeños copos blancos que llenaban su cuerpo, la inundaban y encontraban salida a través de sus ojos, su nariz, su boca.
Las semillas de los sauces eran lágrimas algodonosas de los ángeles que no podían llorar.
*Este cuento forma parte del libro Un pájaro en el ojo, editado por Casa Futura Ediciones (2021).
Xóchitl Lagunes: Estudió ingeniería agrícola en la UNAM. En 2016 publicó su primera novela corta, Ojos de gato. Estudió el diplomado en escritura literaria en Literaria-Centro Mexicano de Escritores. Ha publicado cuentos, relatos y ensayos en la revista digital Cronopio, El Universal, Tierra Adentro y El Beisman. Es cofundadora de la revista digital Semillas de Sauce y editora y colaboradora en Anfibias Literarias. Imparte talleres de escritura. Fue jurado para la convocatoria de crónica ficticia Territorios, sobre la obra del fotógrafo Santiago Arau. En 2020 ganó el Premio Nacional de Novela Joven “José Revueltas”.
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