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RAQUEL HOYOS: Un demonio que me llama impostora



Un demonio que me llama impostora

Qué difícil es para nosotras pensar que podemos ser escritoras,

y más aún sentir y creer que podemos hacerlo.

Gloria Anzaldúa


En El huésped, Amparo Dávila describe a la presencia siniestra que perturba la vida de la protagonista como un ser con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas. Mi demonio tiene la misma mirada, pero él posee largos brazos pegajosos y un gesto burlón, igual que su voz. Disfruta de un poder especial: provocarme crisis de ansiedad. A este ser lo alimento con mis miedos e inseguridades. Parece nunca estar satisfecho. Los complejos con mi cuerpo lo fortalecieron en un inicio, y de ahí siguió engordando con cada temor e intentando hacerme cada vez más pequeña. Es consciente de su misión de desestabilizarme y no pierde la oportunidad para hacerlo.

La primera vez que una crisis de ansiedad me paralizó, estaba en la preparatoria; quizá los episodios empezaron antes, pero intentaba aparentar que mi autoestima no estaba destruida, que no me afectaba que me llamaran gorda, que no me sentía la mujer más fea y tonta, que el abuso sexual en la infancia no me generaba culpabilidad, que no me cortaba los brazos para sustituir un dolor con otro. Era buena fingiendo. Hasta que mi cuerpo se volvió el de una títere. La sensación de asfixia, la angustia, el llanto y la opresión en el pecho me hicieron explotar. Desde entonces, llevo en el brazo izquierdo una gran marca de costuras malhechas, porque en el hospital el médico de guardia dijo que los suicidas no merecían la misma consideración que las personas que sí querían vivir.

Luego fueron los psicólogos y psiquiatras, que al parecer tampoco creían necesario tenerme consideraciones. Uno fue mi dealer después de cinco minutos de consulta; otro abusó de mí y no me di cuenta hasta que conocí el feminismo.

Años de medicamentos. Las crisis de ansiedad eran esporádicas. Me refugié en la escritura pero también en el alcohol. Romanticé la idea de ser una escritora tipo Bukowski, porque esos eran los referentes que tenía hace quince años, cuando entré a estudiar letras: la típica figura del escritor bohemio y promiscuo que, por supuesto, no es bien vista en una mujer. A qué referentes femeninos iba seguir si, como plantea Joanna Russ en Cómo acabar con la escritura de las mujeres: “[…] los conocimientos informales de una tradición femenina común en la literatura han sido reemplazados por una educación formal que los ignora por completo”.

Fue en esos años cuando vi a mi demonio fortalecerse entre los salones del colegio de letras. Sentado a mi lado en cada aula, señalaba a los compañeros y docentes mientras me decía que ellos eran los escritores, no yo; que si me atrevía a mostrar mis escritos se burlarían de mí. Yo le creí que mis ideas no eran valiosas y que jamás alcanzaría la superioridad intelectual reservada solo para los hombres.

Ese ser no solo me acosaba a mí, perseguía a la mayoría de chicas que anhelaban ser escritoras. Claro que no lo sabía en ese momento. Fue hasta hace pocos años que muchas nos encontramos en el mismo camino, hartas de que aquel demonio nos dominara y nos susurrara al oído: impostora.

Durante esa etapa me di cuenta de que las crisis de ansiedad no eran tan seguidas si me mantenía en el anonimato. Pensar en mostrar mis escritos era equivalente a exhibirme desnuda en el patio de la facultad. Aquel demonio me recordaba que, aparte de gorda, era imposible que tuviera talento para escribir.

Al salir de la universidad me dediqué a trabajar en medios de comunicación, escribía en un blog, una columna de opinión, dedicaba poemas a parejas y amigas, y las pocas veces que mandé textos a convocatorias por correo, fui rechazada. Y ahí seguía mi demonio, haciéndome saber que estaría a mi lado siempre, para recordarme que no era una buena escritora.

Era febrero de 2017, tenía treinta y un años y no había publicado nada. Una convocatoria de cuento de rock llamó mi atención, dos cosas que me apasionaban: la escritura y la música. Debía mandarse por correo electrónico, así que el anonimato me salvaba del señalamiento. Decidí escribir desde mis experiencias. Como resultado, surgió el cuento “Las groupies” y obtuvo el primer lugar. Al demonio no le gustó mucho eso porque tuvo que empequeñecerse. Se resistía a desaparecer. De hecho, en su desesperación me recordó que pronto sería la premiación y la lectura en público. Me dijo que no iba a lograr leer mi cuento frente a varias personas, que solo podía esperar hacer el ridículo y provocar decepción. Mi demonio usó su mejor arma: la ansiedad; mi contraataque fue la única herramienta con la que podía calmar el pánico: el alcohol. Así pude sortear las presentaciones en público y disfrazar mi timidez por mucho tiempo. Esto tuvo un costo personal extra, reflejado en malas decisiones que destruyeron mi autoestima.

Sin embargo, brotó una semilla; aún era muy pequeña pero resistente. Llevaba ya varios años simpatizando de una manera tibia con el feminismo y eso me había dado cierto empuje.

Harta de ser explotada y de no tener tiempo para escribir, renuncié a mi empleo y decidí concentrarme en lo que me apasiona. Tuve la fortuna de que mi primer taller, a los treinta y dos años, fuera impartido por una escritora que, además de enseñarme cómo estructurar mis ideas, me enseñó a creer en mí. Y mi demonio se iba haciendo pequeño. Empecé a leer a más escritoras, tomé talleres, le perdí el miedo a participar en convocatorias. Me abrazaba cada vez más fuerte al feminismo. Mi ansiedad empezó a disminuir. Me reflejaba en las historias de muchas escritoras que iba descubriendo. Entonces creí que era el momento de encerrar a mi demonio y, como en El huésped, dejar de alimentarlo hasta que muriera. Pensé que lo había vencido, que no habría más crisis de ansiedad; resistí incluso sin ellas más de un año de pandemia… Pero, de una forma muy cruel e irónica, los episodios llegaron acompañando a una de las alegrías más grandes de mi vida. El demonio había escapado.

La mañana en la que leí el correo en el que se me anunciaba como la ganadora de un concurso nacional de cuento, por un proyecto de relatos de ciencia ficción, la emoción me hizo ignorar la llamada de trabajo que atendía en ese momento. Estaba más feliz que nunca. Después de tanto tiempo soñando con ser escritora, había logrado la validación de mi obra, que venía de las personas que me importaba que la validaran. La emoción y la felicidad duraron unos días. Se acercaba la fecha de la premiación. Había sufrido una semana antes la pérdida de una compañera canina y aún la lloraba. Quizá por esa inestabilidad, mi demonio regresó; me abrazó tan fuerte como antes y dijo: “¿En serio crees que eres buena escritora? Quizá sólo es una casualidad”. Me llevó a la cama, me cubrió de pies a cabeza y me dejó apenas la energía suficiente para llorar. Respondía mensajes y publicaba en redes sociales con una máscara de cordura, aunque detrás de la pantalla estuviera hundida en la depresión.

Llegó el día, sonreí frente a la cámara; sí, era una emoción sincera, pero detrás, lo que nadie vio, es que estaba aquel ser gritando que todo eso que decían de mis cuentos no era cierto. Repetía una y otra vez: “¿En serio te leyeron bien? ¿No se habrán equivocado?”. Al despedirme del mundo virtual le dije: “tú ganas, no puedo más”, y me entregué a él.

Me sentí doblemente impostora, porque afirmaba que ya no tenía miedo y que había adquirido la seguridad suficiente para autonombrarme escritora. ¿Cómo podía decirles a otras mujeres que tuvieran valor, si yo misma no lo tenía?

Ese fin de semana me había comprometido a asistir a una reunión virtual de escritura con otras mujeres. No deseaba salir de la cama, pero no quería fallarle a la persona que me invitó. Sin bañarme y en las peores fachas, entré sin encender la cámara. Las actividades requerían la participación activa de cada asistente y mostrar el rostro. Lo hice a ratos. Por un momento pensé en retirarme. Me alegra haberme quedado y que esa compañía fuera sanadora. Aunque por la noche mi demonio seguía insistente, yo tenía más fuerzas para no dejarme arrastrar de nuevo.

Regresar al encierro a este ser que me llama impostora no fue inmediato. De hecho, mientras escribo, lo escucho en la habitación dando golpes desesperados, pero son cada vez más débiles. Ignorarlo va a ser un trabajo diario; sin embargo, aceptar mi ansiedad y mis inseguridades es liberador. Crecí pensando que debía mostrarme siempre fuerte, porque admitir lo contrario sería fracasar.

Como un regalo de las diosas, una mujer que admiro mucho compartió un artículo titulado “El cristal más fuerte”, escrito por Daniela Caballero, en el que habla sobre los ataques de pánico, la salud mental y cómo el sistema capitalista no nos permite mostrarnos sensibles. Me refugié en especial en estas líneas: “[…] soy polvo o arena en cuyos fuegos de las batallas más íntimas me convertí en cristal, en el cristal más sólido porque tomo todo, las heridas, los dolores, las incomprensiones, me las apropio, hago tregua con ellas y soy consciente de mi fragilidad”. Esta última frase vino a ofrecerme una oportunidad de respirar, de permitirme ser frágil, de saber que no estoy sola, que hay una comunidad de mujeres ayudándome a tapizar la puerta para que aquel demonio, el que nos llama impostoras, no salga a causar más daño; que las más jóvenes no lo conozcan nunca; que sean libres de crear los mundos que ellas desean y que no duden de sus capacidades.

Las crisis son cada vez menos frecuentes, aunque sé que pueden manifestarse en cualquier momento. Aprendí a no confiarme, a no creer que desaparecerán por completo. He podido manejar mejor mis emociones al saber cómo funciona mi cerebro, a entender que soy perfecta a mi manera, como cada una lo es; que son los estereotipos los que tienen que cambiar y no nosotras. Este aprendizaje, aunque se refleja en lo personal, es colectivo. Ahora me atrevo a enfrentar la ansiedad que me provoca la presión social sobre mi cuerpo, mis decisiones y mi escritura, gracias al aquelarre de escritoras, feministas, amigas y colectivas que me acuerpa.



Raquel Hoyos es licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Escribe cuento, poesía y artículos de opinión. Es autora de la compilación de cuentos Maldita (2021). Sus relatos de ficción especulativa han aparecido en diversas antologías impresas y en revistas digitales como Especulativas, Penumbria, Semillas de Sauce y Diablo Negro. Este 2022 publicará con Odo Ediciones Imago, obra ganadora del primer premio de libro de cuentos Imaginación y Futuro, convocado por la MexiCona. Forma parte de Matriarcadia, comité organizador de Imaginarias, Premio Nacional para Mujeres Cuentistas de Ciencia Ficción.

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