
Era Semana Santa. La procesión avanzaba por varias calles de la colonia Roma. Una muchedumbre compacta y silenciosa, seguía a las figuras religiosas de yeso,que habían sido sacadas de la Iglesia de la Sagrada Familia. Cada uno de estos personajes, de más de dos metros de altura, iba montado en una base de madera con ruedas y cubierta de flores y veladoras. Estos carros eran empujados por los
feligreses, seleccionados entre los más asiduos a las celebraciones eclesiásticas de la Iglesia de la colonia: Primero iba la Santa Cruz; luego un Jesús crucificado; atrás La Dolorosa; una efigie sacramental de Cristo en su santo sepulcro y para cerrar la marcha un feligrés, quien, ataviado como Jesús, vestido tan sólo con un lienzo atado a su cintura y una corona de espinas, cargaba con dificultad una cruz
del doble de su altura.
Cada uno de los fieles llevaba una vela encendida, y un grupo de músicos hacía más fúnebre la marcha con sus gaitas y tambores, marcando solemne, el ritmo que deberían llevar.
Viernes Santo. Éste era ya el segundo año que Marcial era escogido para llevar la Cruz. Sí, había luchado contra varios postulantes para ganarse ese privilegio, y a pesar de ser de un barrio lejano, logró conseguir desempeñar ese papel.
Su motivación se debía no tanto a su religiosidad, sino porque la vez anterior que lo desempeñó —convencido por un sacerdote a quien había impresionado su buen cuerpo—, quedó enamorado de la muchacha más linda que nunca hubiera visto. Una joven que se asomaba al balcón de una de las majestuosas residencias de la antigua colonia Roma. Los balcones de toda la ruta de la procesión eran engalanados con flores, velas y mantones de Manila, con la finalidad de adornar el paso de las imágenes, y de pasada, que los propietarios pudieran presumir sus casas, muebles, pinturas, y cortinajes, que los peregrinos de la famosa Procesión
del Silencio contemplaban absortos.
Cuando Marcial estuvo frente al balcón de la muchacha, vio cuando ella lanzaba una rosa al paso de la procesión. De inmediato se emocionó y pensó que se la había aventado a él, por lo que se agachó a recogerla. No podía permitir que la pisara la muchedumbre. Al hacerlo, el peso de la Cruz lo venció y cayó con una rodilla en el suelo. Ante este suceso, y a pesar de que el silencio era obligatorio, se escuchó un murmullo de admiración: la gente vio en esto un gran simbolismo: Cristo volvía a caer
Marcial guardó la rosa, se levantó y avanzó muy feliz, pues de esa muchacha rica y elegante era lo único que podría llegar a tener.
Al terminar de pasar la procesión, los balcones empezaron a cerrarse, aunque aún alcanzó a oírse, en la residencia donde estaba la hermosa muchacha, una desagradable voz que gritó:
- ¡Ya deja de lucirte Rosalía, ponte el uniforme y sirve la cena!
La muchacha, triste y resignada, cerró el balcón y empezó a atender a sus patrones. “Algún día las cosas van a cambiar, se dijo a sí misma”.
Ma. Guadalupe Rangel Dávalos tiene 72 años, estudio Derecho y también es Licenciada en psicología. Trabajó 30 años en el Sistema Nacional DIF y ahora es jubilada. Ha publicado en las revistas digitales Letras Urbanas y Letras Insomnes.
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