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LATIDOS - Claudia León Briseño



Latidos

Al principio solo éramos mi mamá y yo, pero poco antes de que cumpliera los ocho años se nos unió al clan mi hermana. Estuve al lado de mi mamá durante su embarazo; fui testigo de sus náuseas, sus ganas de ir al baño todo el tiempo, sus molestias en la espalda y unos calambres que la atacaban de repente sin importar el lugar donde se encontrara. No recuerdo otro momento en el que hubiera estado más vulnerable y sin embargo ella celebraba cada hazaña de mi hermana en su vientre.

A pesar de que mi papá vivió con nosotras hasta que cumplí los 17 años, siempre fue invisible, como si no estuviera en la misma casa. Nunca fue a una firma de boletas, en navidad se iba a dormir temprano, no le gustaba platicar, así que encendía la televisión para no escuchar a nadie. Era tan distante que ni siquiera recuerdo el sonido de su voz o algún momento de mi vida en el que él hubiera estado involucrado. Cuando tomó sus cosas y se fue, salvo por la cuestión económica, no pasó nada.

Mi mamá consiguió trabajo en un restaurante. Me disgustaba que el horario no fuera fijo, a veces llegaba a las diez de la noche, otras más pasadas las doce. Invariablemente sentía los latidos de mi corazón en la garganta y junto con mi hermana me pegaba a la ventana esperando su regreso. Cuando ella entraba a la casa nos daba un beso a cada una y nos contaba sobre su día. Solo en ese instante me relajaba y olvidaba la ansiedad de unos momentos antes.

A diferencia de mi mamá, a mí me daba miedo la noche. Detestaba la lluvia y no me gustaba salir de la casa. No heredé su personalidad espontánea ni su capacidad de verle el lado bueno a cualquier situación. Nunca la escuché quejarse, si el día estaba soleado o nublado le daba igual porque para ella no había mal clima. Era una mujer con una libertad interior y un gusto por la vida que solo he encontrado en ella.

El viernes que terminé la preparatoria mi mamá tuvo que ir a trabajar, a pesar de que su jefe le había prometido la tarde libre. Me puse furiosa, teníamos plantes de ir a comer y después ir al cine para celebrar. Me juró que al día siguiente haríamos todo lo que teníamos planeado. Cuando dieron las diez de la noche empecé a sentir el usual nerviosismo porque no estaba en casa, después dieron las once y al llegar las doce ya no podía pensar. Había algo que me decía que las cosas no estaban bien, la cabeza me dolía y sentía algo que me oprimía el pecho. Las siguientes horas no hicieron más que empeorar, llamé al restaurante y nadie me contestó, después marqué a emergencias, pero la persona que me atendió me dijo que era demasiado pronto para que se pudiera hacer algo y que por favor me calmara, como si tal cosa fuera posible. Mi hermana no paraba de llorar y yo con ella. En algún momento de la madrugada escuchamos un ruido que me hizo sentir esperanza, pero al darme cuenta de que no se trataba de mi mamá, la decepción intensificó todos mis malestares y vomité en la sala un líquido amarillento que me dejó un ardor por toda la garganta.

Los días posteriores adquirieron un ritmo desconocido para mí hasta ese momento; entre vertiginoso y lento, entre la ilusión y el desengaño. Algunos vecinos, familiares y amigos nos ayudaron a buscar a mi mamá, sin embargo con el paso de las semanas la cantidad de gente se fue reduciendo, hasta que las únicas que se quedaron con el vacío inmenso fuimos mi hermana y yo. De las autoridades no obtuvimos ninguna clase de apoyo, nos mandaron de institución en institución, de burócrata en burócrata; algunos más sensibles que otros, pero en todo caso nos daban a entender que era posible que mi mamá se hubiera ido con algún novio. Me resultaba tan ofensivo que hicieran semejante sugerencia que tenía que morderme la lengua para no gritarles. Lo único que quería era que me ayudaran a encontrar a mi mamá.

Desde el día que me la arrebataron no hay minuto en el que no piense en ella, todo el tiempo tengo el pulso acelerado, vivo en una constante ansiedad que daría mi propia vida con tal de saber qué fue lo que pasó. Cuando camino por las calles las piernas me tiemblan, pero por mi hermana trato de que el miedo no me domine. Hay días en los que creo que mi mamá ya está muerta y me atormento con preguntas sin respuesta ¿qué fue lo último que vio?, ¿qué pasó por su mente hasta su último latido? Otros días en los que busco su rostro por todas partes; entre la multitud, en los periódicos, en la mirada de las mujeres que piden dinero, pero en especial no pierdo la ilusión casi infantil de que algún día entre por la puerta y me dé el beso que aquella noche ya no pudo darme.


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Claudia León Briseño (Ciudad de México, 1991) es contadora de profesión y ha participado en diversos talleres de escritura en Literaria: Centro Mexicano de Escritores. Es cofundadora de la revista digital Semillas de Sauce donde ha publicado cuentos y ensayos.


Imagen: Diseño de Myrna Flores https://linktr.ee/MyrnaFlores
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