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CARMEN ROS: Bermellón, el fuego alzado



Se acabó. Ese era el mantra que Natalia se repetía. En el espejo del baño. Se acabó. Se rellenaba los labios con el lipstick color cereza. Se acabó. Otra vuelta de lápiz labial. Se acabó. Con desafío se miraba a sí misma. Se retaba. Decirle a Marcelo que no iba más. Que se equivocaron. Divorciarse. Tenía la fuerza para luchar contra su mamá, que tanto quería a Marcelo. “Ay, Natalia, lo siento casi como un sobrino, de tan cariñoso que es conmigo”. Contra la madre de Marcelo. “Nati, no sabes lo feliz que me hace ver a mi hijo al lado tuyo, que te conocemos de toda la vida”.

En la cama, sobre el edredón de blancura azuleante, estaba la maleta de Natalia. Allá, las lámparas. Los muebles. Las cortinas. Los cuadros, comprados en una galería de Polanco. Ella había elegido todo. Se acabó. La maleta en la mano. Se acabó, repetía en el elevador que iba del piso quince al estacionamiento, en el último sótano del edificio.

Se subió al auto. En veinte minutos llegaría a El Postín, el restorán más cercano al trabajo de Marcelo. Pudo convencerlo de comer juntos. Natalia le anunció una sorpresa. “No sabes cuánto va a gustarte”. Él, ocupado con la tremenda responsabilidad de conducir los negocios y empresas de su padre, consiguió a empujones una hora para compartir un platillo y una copa con su esposa. Después, Natalia se marcharía al aeropuerto con destino a Los Ángeles. La esperaban sus amigas. Le harían una fiesta de bienvenida, por su regreso a la vida sin pareja. En el espejo retrovisor, Natalia se miraba cuando la detenía el semáforo. No iba a llorar. No iba a arruinarse el maquillaje.

Los zapatos de tacón altísimo de Natalia al entrar al restorán. Los tobillos titubearon. Sus muslos se ablandaron. Ella se sujetó de la correa de su bolsa como quien se cuelga de una liana. Enderezó el cuello y la espalda. El vestido bermellón —ajustado, tejido sutil, casi inmaterial— se desplazó hasta la mesa de Marcelo. Él, de crianza señorial, se puso de pie y con movimientos de elasticidad garbosa, le ofreció asiento a Natalia. Las sonrisas de ambos, dientes de alineación perfecta, y de esmalte níveo como pasta dental con chispas luminosas. El cutis de la pareja que iba a dejar de serlo: piel hidratada, frescura, naturalidad. Ordenaron vino blanco, agua embotellada, pescado al horno y verduras al vapor. Eso sí compartían: el cuidado por la talla y el peso.

—Qué decepción para nuestras mamás, ¿no crees? — dijo él luego de oír a Natalia, tenía la copa de vino en la mano, la miraba como si se dirigiera al líquido.

—De mi mamá me ocupo yo. Si tú no puedes con la tuya, me dices y yo le digo que nos separamos porque dejaste de quererme.

—No pongas en mi boca palabras que no he dicho.

—Entonces le digo la verdad: que prefieres acostarte con amigos más queridos que yo; que soy la pantalla para que tu papá no se entere de tus gustos y no vaya a poner a tu hermano en tu oficina de director general.

Marcelo vio la hora en su celular y preguntó:

—¿A qué horas dices que sale tu avión?

—Estoy a tiempo. Nada más vine a decirte que te dejo libre y con prestigio de macho ante tus papás— Natalia, la mano debajo del mentón, el codo en la mesa, conquistaba el terreno de la conversación—. A cambio, quiero otro depa, me quedo con el coche y las tarjetas— Se puso de pie — Voy al baño, no me tardo, sirve de que lo piensas. Te conviene más lo que te ofrezco y no que dejes de firmar como director. Saca cuentas.

Marcelo con la vena en la frente, resaltada. La línea de su rabia controlada.

Natalia, en su vestido bermellón, fuego alzado, desfile triunfal hacia el tocador. De vuelta a la mesa, los zapatos azules, tacón de aguja a paso bien gobernado, los tobillos firmes, los muslos como si apretara los flancos del caballo con que entrenaba en el campo militar. La vista de toda la clientela puesta en ella, detrás de ella. Se daba cuenta de que traslucía victoria en su caminar gallardo.

—¿Qué pensaste? Te conviene ¿no?— dijo sentándose.

Marcelo, mandíbula tensa, labios ceñudos, de perfil, vuelta la mirada hacia uno de los muros de El Postín, afirmó con la cabeza.

—No entiendo, ¿qué quieres decir?

—Que sí, que acepto…

Lo interrumpió Natalia mientras se ponía de pie:

—Se me hace tarde, no hay más que decir.

Estaba segura: la ufanía de su paso victorioso atraía las miradas de todos, absolutamente todos los comensales. Las sentía a sus espaldas, una cauda de miradas. Marcelo la alcanzó. La rodeó de la cintura con un brazo, sacó la parte del vestido que se le había atorado en la bermellona tanga y, al mismo tiempo, le apretó los glúteos con euforia y saña. Latigazo el que sintió ella. Se volvió hacia a él, mirada de gorgona. Marcelo, la sonrisa de alba refulgencia, se acercó al oído de su todavía esposa:

—Te saliste del baño enseñando hasta la raya. Cuando regreses de tu viaje, volvemos a hablar.

Marcelo le guiñó el ojo y, pisada heroica, volvió a su mesa.





Carmen Teresa Ros Aguirre es cofundadora y codiseñadora de la licenciatura en Creación Literaria de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, en donde es profesora e investigadora de tiempo completo. Ha publicado cuento, novela, reseña, entrevista, reportaje y ensayo. Colaboró en El Nuevo Herald de Miami; fue guionista de Discovery Channel, People + Arts, B.B.C y Global Education Fund.





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