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ALGUIEN - Adriana Borja Enríquez




Alguien

I

Todos los días desayunamos una taza de leche caliente, a veces con chocolate, pero casi siempre sola y con nata. Me gusta la nata. Mientras la taza de leche se enfría, yo espero hasta que termine de formarse la nata en la superficie y cuando está lista para sacarla con la cuchara, me la como de un bocado. Además desayunamos jugo y pan con queso. Un día por semana también nos dan mermelada, así que el pan con queso se convierte en pan con queso y mermelada de mora.

Hoy es día de mermelada y no me gusta, ésta tiene un sabor extraño, como añejo; su consistencia es muy líquida, más parecida a un jarabe que a una mermelada. Aprieto el pan y chorrean pequeñas gotas moradas en la palidez del plato amarillento en que me han servido el desayuno. Aprieto más y más fuerte, hasta que el pan escurre todo el líquido y la masa de harina y queso aplastado toma la forma de mis dedos. Me ensucio las manos y se me va el apetito. ¡No juegues con la comida! —me gritan de lejos. Entonces, recuerdo a mamá ordenándome que lave mis manos antes de comer u ordenándome lavar mis dientes tres veces cuando se me escapaba una mala palabra, una de las palabras grandes como ella solía llamarlas. Tuve que cepillarme mucho los dientes.


II

Abuelita duerme de lado y ronca un poco, pero son de esos ronquidos suavecitos como el ronroneo de los gatos. No sé si a Abuelita le gustan los gatos, pero le gusta que le pinten las uñas; tiene un esmalte casi seco, escondido entre el colchón y el espaldar de la cama. A veces me deja pintarle las uñas, pero no tengo tan buen pulso y suelo mancharle los dedos. Entonces, ella se enoja conmigo, no me deja terminar y se queda con cuatro uñas pintadas y seis desnudas. Abuelita tiene el cabello muy corto, como el de un varón; además, ya han empezado a salirle algunas canas, su pelo se ve de un tono más bien gris oscuro, gris gato. No sé si me gustan los gatos, nunca he tenido uno propio, sólo tengo un perro que no me dejaron traer aquí. Tengo que cuidar a Abuelita. Ella está casi siempre brava, tiene la voz muy ronca y cada vez habla menos. No le gusta hablar conmigo, siento que le molesta mi presencia. Así que intento no disgustarla, hablarle poco, mirarla poco.


III

No me gusta mucho estar aquí, todos los días pasa algo extraño. Si un día pienso que no podré ver algo más raro, me equivoco porque no tarda en suceder algo incluso peor. El otro día, por ejemplo, Doña Susana vomitó arañas.

Yo estaba en el patio, había arrancado unas hojas de geranio y quería llevárselas a Abuelita. Cuando caminaba por el pasillo, vi a Doña Susana vomitando ahí mismo, en el piso de madera. Mi madre la habría obligado a lavarse los dientes de inmediato, al menos unas cinco veces. Doña Susana se llevaba las manos a la cara y yo no sabía si estaba intentando tragarse de nuevo el vómito o sacarlo de su boca. Nadie decía nada y el silencio era sólo interrumpido por las arcadas de Doña Susana.

Vinieron una enfermera y un enfermero, se la llevaron; el vómito se quedó ahí. Claudio, que era un señor bastante raro, de barba blancuzca y pelo mal cortado, se acercó a ver qué había en el charco; se quitó una de sus pantuflas y con ella revolvió el líquido en el suelo. Todos lo mirábamos con asco. Manuela, la chica ojerosa que no hablaba con nadie, se marchó de inmediato. Yo me quedé, aunque tenía asco, porque también me daba curiosidad. Entonces, Claudio, que recitaba en voz baja todo lo que veía, decía: arroz, lentejas, pastilla blanca, pastilla celeste, araña, otra araña…

No tardó en llegar el conserje a limpiar el piso y una enfermera se llevó a Claudio. Yo no estaba segura de haber escuchado bien lo que había dicho mientras hacía un inventario de lo que encontró en la masa nauseabunda, pero me quedé pensando en lo de las arañas.

— ¿Es verdad que Doña Susana vomitó arañas? —pregunté al conserje.

— Uno vomita lo que come. Nadie come arañas —respondió, sin quitar los ojos del trapeador.

— Pero Claudio dijo que había arañas en el vómito —le dije, con temor de hacerle enojar.

— Ese viejo está loco. Uno no cree lo que dicen los locos —respondió, de nuevo sin mirarme.

— Pero si no eran arañas, ¿qué eran?

— ¡Pelos! ¿Qué más va a ser pues? —dijo algo molesto y finalmente me miró, con los mismos ojos con que mamá solía mirarme cuando yo preguntaba algo tonto.

Si uno vomita lo que come y Doña Susana vomitó pelos, entonces ella comía pelos. Esa fue la conclusión a la que llegué. En cuanto entré al cuarto, vi a Abuelita sentada en su cama, mirando por la ventana.

— Abuelita, —le dije— creo que a Doña Susana le gusta comer pelos. No me respondió. Abuelita, —continué— tengo miedo de que entre un día y me corte el pelo para comérselo; creo que fue ella quien te lo cortó a ti, a Manuela y a todas las demás.

No me decía nada, creí que la había hecho enojar, pero sólo había decidido no hablarme como acostumbraba. De pronto, la escuché repetir algo en voz baja, palabras que soltaba con pereza y que yo no podía entender. Me acerqué en silencio hasta oír que decía que estaba embarazada.


IV

Este no es lugar para niñas. He pensado en eso desde que desperté esta mañana. Siento que la locura se me está pegando. Sé que cada noche pasa una enfermera por las habitaciones para ver si estamos durmiendo. Abuelita siempre está dormida, pero a mí sí me despiertan esos pasos de zapatos blancos en el corredor. No puedo volver a dormirme hasta después de dar muchas vueltas en la cama, y en las mañanas siento que en mi boca han dormido ratas moribundas. Apenas me despierto tengo que ir al baño a enjuagarme la boca. Luego el desayuno, siempre la leche, el jugo y el pan con queso, y mermelada si es día de mermelada. Todo esto me está enloqueciendo.

—Abuelita, ya no puedo seguir acompañándote, dile a mamá que venga a verme, ya no quiero estar aquí —le ruego en la hora del desayuno, pero ella no me escucha. Parece que hasta los platos amarillentos me escuchan más que Abuelita.

Todas las mañanas luego del desayuno una viejita, a la que le dicen Dominga, empieza a cantar. Dominga canta pasillos. Creo que sólo se sabe dos o tres y los canta sin guitarra ni nada, sólo su voz. Ella canta a solas en su habitación, pero es inevitable escucharla. Dominga rara vez sale de su cuarto, ni siquiera para comer. Creo que se la pasa durmiendo el día entero, cuando no está cantando. A las nueve y cuarto de la mañana empieza a cantar y algunos nos quedamos en el corredor, fuera de su habitación, escuchándola. Luego llega una enfermera a retirar la bandeja en la que le han servido el desayuno.

Hoy la canción de Dominga trataba sobre besos, besos de amor. Decía que “los labios que no besan son pétalos muertos” y me quedé pensando en eso. Quería preguntarle a Abuelita si mis labios se iban a marchitar si no besaba a nadie. Tenía que preguntárselo porque al estar aquí, con ella, nunca podré conocer un chico que me bese para que no se mueran mis labios.

Sabía que Abuelita no me iba a responder, así que se lo pregunté a Claudio, pero él tampoco me respondió. Solo se me quedó viendo, con su sonrisa a medias y, de rato en rato, se rascaba la cabeza.

— Los labios no se mueren, Luna, nosotros nos morimos, —me dijo Claudio y luego de hurgar su nariz, continuó— pero si te mueres yo te regalo mi vida y te revives.

— ¿Voy a resucitar como Jesús? —le pregunté a Claudio.

— No —me dijo— sólo no te mueres, y luego vives conmigo, y yo te cuido.

No le respondí, tampoco me despedí. Fui al cuarto en silencio, caminando despacio, como camino siempre.

Recordé lo que decía el conserje, que Claudio estaba loco y uno no debe creer lo que dicen los locos. Claudio está loco. Todos están locos. Los locos me asustan. No entendí lo que Claudio quería decir con que me daría su vida para que yo no muriera, que iba a vivir con él y que él me cuidaría. No lo entendí pero, de todos modos, me daba miedo. Tenía que contárselo a Abuelita e insistir en que llamara a mamá. Yo debía volver a casa.

— Abuelita —le hablé casi murmurando porque parecía estar triste— creo que Claudio quiere casarse conmigo, pero yo no quiero. Él es muy viejo y yo tengo que acabar el colegio.

Por primera vez, sentí que Abuelita me había escuchado, me miró fijamente y se me acercó tanto, que hasta pude oler su aliento. Parecía que los ratones moribundos no dormían solo en mi boca, sino también en la suya y como ella no tenía dientes que cepillar, sus labios arrugados encerraban ese olor, que no había sentido hasta ese momento en que me vio de frente y de cerca, como si existiera. Me miró por largo rato, podía ver las arrugas alrededor de sus ojos. Parecían los ojos de las gallinas que mamá solía tener en el patio de la casa.

— ¡Los hombres sólo nos usan y luego se largan! —dijo Abuelita, antes de empezar a llorar. Y luego el llanto fue como lluvia, y no paró hasta la hora de la comida.

Hoy comimos pollo y puré de papas. A mí no me gustan las papas. Mamá me habría obligado a comer, pero Abuelita no. Abuelita no se da cuenta si como o no, o si estoy junto a ella o debajo de una mesa. Abuelita no se da cuenta de muchas cosas.


V

Mamá solía decir que el día más feliz de su vida fue cuando mi papá pidió su mano. Me enseñaba muy orgullosa las viejas fotos del matrimonio. Ella tan sonriente en su vestido blanco junto a papá en un traje muy elegante y de fondo un pastel, no era muy grande, pero era un pastel. Me gustan los pasteles. Mamá solía decir que un día me iba a enamorar y mi novio me iba a proponer matrimonio, y yo debía llorar porque eso es lo que hacen las novias enamoradas, y decirle que sí, claro. Y ese —se supone— sería el día más feliz de mi vida.

Lo primero que le diré a mamá cuando venga a buscarme será que ya me pidieron matrimonio y no fue —ni de lejos— algo que me hiciera feliz. Ayer llovió, como nunca, o como siempre; no sé, no recuerdo cuándo fue la última vez que vi llover así. Abuelita se metió en la cama, yo fui hasta la sala de la televisión, que estaba apagada porque las enfermeras dijeron que se podía dañar por los rayos. Me senté en silencio. Pronto dejé de estar sola, Claudio entró y se quedó mirando la ventana.

— ¡Luna! —me llamó mientras agitaba sus manos. Me acerqué. —Yo te voy a cuidar —me dijo, con su voz tan baja.

Me quedé sentada junto a él. De pronto, cayó un rayo seguido de un trueno que hizo temblar los vidrios de las ventanas y a mí me hizo dar un salto pequeñito, uno de esos saltitos de susto.

Claudio me dijo que no me asustara y sonrió. No me gusta verlo sonreír porque le faltan un par de muelas y se notan los huecos cuando se ríe, pero mamá dice que es grosero decirle a la gente sus defectos, así que no dije nada. Entonces, Claudio se puso de pie y me dijo que si la lluvia me asustaba, él la iba a matar. Así es que empezó a disparar al cielo, interrumpido por el techo, con su escopeta invisible. Disparaba balas imaginarias y el cuerpo se le iba hacia atrás. Movía la boca como si estuviera gritándole a la lluvia, peleando con ella; pero apenas y podía escuchar lo que decía. Eran palabras grandes. Mamá le habría ordenado lavarse los dientes. Tal vez sólo dos veces, porque él no tiene muchos dientes que cepillar.

Después de una media hora dejó de llover y durante todo ese tiempo, Claudio no paró de pelear con la lluvia.

— ¿Ves? ¡Yo te cuido! —decía— ¿Luna, quieres ser mi mujer? —lanzó la pregunta, así, de la nada, de la lluvia.

Así no debía ser el día más feliz de mi vida. No lo fue.

— No, no soy mujer, todavía —contesté antes de marcharme. Quería correr, pero el pasillo estaba mojado.


VI

Abuelita estaba embarazada y todos se enteraron rápidamente. Doña Susana vino un día a felicitarla. Abuelita se enojó mucho, le gritó que se largara y como se había vuelto costumbre últimamente, se puso a llorar. Yo tenía miedo, intentaba calmarla pero ella solo lloraba y, de rato en rato, decía que estaba embarazada y que no sabía qué hacer.

— Tenemos que salir, Abuelita, éste no es lugar para niños —le decía— Vamos a casa. Te puedes quedar en mi cuarto y yo te ayudo con el bebé. Ella no respondía.

Cuando vino el doctor y dos enfermeros, Abuelita estuvo en silencio, dejó de llorar y no se quejó de nada. El doctor le hacía preguntas y Abuelita contestaba. Cuando le dijeron que no estaba embarazada, protestó. ¡Sí estoy! —gritó Abuelita y tomó la mano del doctor para que tocara su vientre. Él repitió que no tendría ningún bebé y Abuelita lloró más que nunca. Gritaba que estaba embarazada y que su hijo no iba a tener padre, que tendría un niño sin apellido. Gritaba tanto, tanto que me dieron ganas de llorar a mí también, y lloré.

Antes de salir de la habitación con uno de los enfermeros, el doctor escribió algo en una carpeta. El otro enfermero ayudó a Abuelita a volver a la cama, mientras ella insistía sobre su tragedia. El enfermero le dijo que no se preocupara, que él le daría el apellido a su hijo si ella quería. Abuelita se calmó, le agradeció y dejó que la cubriera con la manta.

Yo, que miraba todo desde un rincón, estaba muy confundida. ¿Por qué el doctor decía que Abuelita no estaba embarazada, pero el enfermero le ofrecía darle su apellido al bebé?, quería preguntarle muchas cosas a Abuelita pero ella, de nuevo, clavó la mirada en la ventana y yo dejé de existir.


VII

Estamos sentadas en el césped, Manuela y yo, haciendo huequitos en la tierra con los dedos. Esto no le gustaría nada a mamá, pero sé que a Abuelita no le importará que me ensucie las manos.

¿Estás borracha? —me pregunta Manuela, después de haberle contado que Abuelita estaba embarazada. Le digo que no, que a mí los borrachos me dan miedo, y ella me ignora un rato largo. Manuela es así, rara, enojada todo el tiempo. Ella es una muchacha muy flaca de piernas largas y ojeras oscuras como su cabello. Siempre se viste con ropa de mangas largas. Claudio dice que lo hace para taparse los brazos que están lastimados porque había querido abrirse las venas y beber su sangre, pero esa es una de las muchas cosas que todos dicen sobre todos aquí. Todos piensan que están menos locos que los demás, siempre hay un loco más loco que uno.

— ¿Por qué piensas que está embarazada? —pregunta Manuela.

— Porque dice que está embarazada, pues.

— Las mujeres viejas no pueden tener hijos —me contesta muy seria, y yo no sé por qué me dice lo que me está diciendo.

— ¿Por qué? —le pregunto a Manuela, que ya se ha levantado del césped.

Sigo sentada, la veo desde abajo. Ella me mira, no sé si con tristeza o lástima. No me dice nada y se aleja. Me quedo callada, con los dedos clavados en el césped. Manuela es la única persona joven en este lugar y no quiere ser mi amiga. Claudio es mi único amigo, pero quiere que sea su mujer. Abuelita no me habla si no es para decirme lo embarazada que está. Y mamá no llama, ni viene a visitar a Abuelita, ni a llevarme a casa. Tengo miedo de quedarme aquí, de volverme loca como Claudio, triste como Manuela, acabar encerrada como Dominga o masticando pelos como Doña Susana.


VIII

Hoy ha llegado alguien nuevo, un chico que entró a la habitación de Abuelita y se sentó junto a mí. Abuelita lo mira de reojo y vuelve a cubrirse con la manta. Él me mira mucho y me pregunta cómo estoy.

— Bien —le digo.

Comparte conmigo un paquete de galletas de chocolate, de las que me gustan. Él está muy callado viéndome comer las galletas, él también come algunas.

— ¿Y vos cómo te llamas? —le pregunto.

— Vicente —responde y su voz suena a tristeza, incluso peor que la tristeza de Manuela.

— ¿Y vos por qué estás aquí?

Él sólo se lleva las manos hacia la cabeza y aprieta sus dedos entre su cabello negro, rizado. Le digo que me gusta su cabello.

— Es igual que el tuyo —me responde Vicente. No sé si es un halago o sólo lo dice por decir.

Le digo que no se preocupe, que todo estará bien. Eso yo no lo sé, pero se ve triste y no sé qué más decirle. Vicente se levanta y me da un beso en la frente. ¡Cuidado! —le advierto— si te ve Claudio, te puede disparar.

— ¿Quién es Claudio? —pregunta Vicente, preocupado.

Le explico entonces, que Claudio es un señor que quiere casarse conmigo, pero a mí no me gusta, le faltan dos muelas y es muy viejo para mí. Yo soy solo una niña todavía —le digo. Vicente me da otro beso y sale del cuarto sin despedirse. No recuerdo haberme sentido tan feliz desde que llegué aquí.

— ¡Abuelita, ese chico me ha besado! —grito fuerte, para que me escuche.

— ¡Bah, ese hombre viejo! —me dice muy enojada— ¡Cuando te haga un hijo, te dejará!

Me asusta y me alegra la respuesta de Abuelita. Es de las pocas veces que me ha contestado, pero no me gusta lo que me ha dicho. En realidad, me da miedo. Entonces, le pregunto cómo es que se hace un hijo. A lo que ya no responde y, de nuevo, empieza a llorar.


IX

Manuela tenía razón, Abuelita no está embarazada. Finalmente me he dado cuenta de que ella también está loca, más que Doña Susana y Claudio juntos. Abuelita despertó abrazando un cojín, al que ha nombrado Pepe, y dice que ha dado a luz sin problemas.

Pepe, el cojín, que vendría a ser como mi tío no tiene apellido, pero Abuelita habla más con él de lo que ha hablado conmigo desde que llegué aquí. Ahora estoy más sola que nunca, más que el árbol del patio.

No he vuelto a ver a Vicente, ni en el corredor, ni en las habitaciones, tampoco en la sala de la televisión. Claudio, por su parte, ya no me saluda, quizás ha olvidado que quería cuidarme. Ya me sé de memoria todos los pasillos de Dominga y Doña Susana me da miedo, se ha arrancado las pestañas y las cejas; su hambre de pelo es mucho más fuerte que mi antojo de comer galletas de chocolate.

Estoy harta de todo, pronto tengo que volver a clases y mamá no viene a llevarme a casa. Nunca más, nunca más vuelvo a cuidar a Abuelita. Es injusto y aburrido, aquí no hay nada qué hacer. Los locos están cada vez más locos y ni siquiera se dan cuenta. Quiero ir a la casa, decir palabras grandes y que mamá me ordene lavarme los diente. Extraño todo, mi perro, mi cama, hasta la comida que no me gustaba.


X

La enfermera me toma la presión y el doctor me mira desde la puerta. En cuanto acaba, apunta algo en una carpeta y se la entrega al doctor. Abuelita y Pepe no están en su cama. Otra enfermera la ha llevado a bañarse. Le pregunto al doctor si puedo salir al patio a jugar.

— No —responde— Vicente está preocupado por ti.

— ¿Ha visto a Vicente? ¿Dónde está? —me emociona saber de él. Pensé que lo había soñado todo y nunca lo conocí, o que Claudio lo asustó con sus balazos imaginarios.

— Tu hijo tiene que trabajar, viene a verte cuando puede. —afirma el doctor.

— Yo no tengo hijos. Abuelita, tuvo a Pepe recién, pero yo no tengo hijos.

El doctor se saca los lentes y me mira de cerca, tanto que hasta siento miedo. Creo que él también está un poco loco, como todos aquí. Quizás ni siquiera es un doctor y sólo se cree doctor, como Dominga se cree cantante y Claudio cree que puede vencer a la lluvia.

— A ver, Lucía, ¿quién es tu abuelita? —pregunta.

— Abuelita. Ella fue a bañarse, ya mismo vuelve, le puede esperar. Yo me llamo Luna —le contesto y por dentro estoy rezando porque Abuelita venga pronto y le diga al doctor que sí tengo permiso de estar aquí.

— Lucía, Teresa es tu compañera de cuarto —dice el doctor mientras señala la cama de abuelita.

— Abuelita duerme aquí porque está enfermita, yo vine a cuidarla.

El doctor respira hondo. Me explica que haremos unos ejercicios, me pide que me levante y me ordena varias veces que señale el techo, el piso y la ventana; primero con la mano izquierda, luego con la derecha. Toma apuntes y se acerca a mí.

— Cierra los ojos —me indica— y dime qué es lo que pongo en tu mano derecha.

Así lo hago, siento un metal redondo.

— ¡Una moneda! —le digo y abro los ojos. Al mirarla, me doy cuenta que no es un sucre, es una moneda rara, una que no he visto antes. ¿De qué país es? ¿Cuántos caramelos se podrían comprar con ella?—le pregunto. Él no deja de escribir en su carpeta y me dice que es un dólar, mientras se lo guarda en el bolsillo.


XI

— Hoy es 25 de noviembre de 1961 —le digo al doctor cuando me pregunta la fecha de hoy. Quise decirle que si es doctor, debía tener un calendario, pero eso habría sido grosero.

— Repite después de mí: Hoy es 11 de diciembre del 2012. On-ce-de-di-ciem-bre-del-dos-mil-do-ce —Me habla lentamente y después de escucharlo, estoy segura. El doctor no es doctor, es otro loco. Y uno no cree lo que dicen los locos, como dijo el conserje.

— Once de diciembre del dos mil doce —repito, aguantando las ganas de reír.

— Esa es la fecha de hoy, recuérdala. ¿Qué es esto? —me pregunta mientras señala el espejo con su mano.

— Un espejo —contesto, aunque me están enojando un poco sus preguntas.

Parada frente al espejo, me pregunta qué es lo que veo ahí.

— Alguien.

— ¿Quién es? —pregunta mientras me mira tanto que me hace sentir desnuda.

— Alguien —le digo y al fin llega una enfermera con Abuelita y Pepe, el cojín.

— ¿Recuerdas la fecha de hoy? —me pregunta de nuevo.

— Hoy es 25 de noviembre de 1961 —digo mientras me acerco a Abuelita.

El doctor deja de preguntarme cosas, cierra la carpeta y se va por un corredor por donde nunca nos dejan pasar. La enfermera nos lleva a desayunar.

— Abuelita, ¿cuándo viene mamá? —le pregunto, aunque ella está arrullando a Pepe y no me dice nada —Por favor dile que te he cuidado bien, no se me han escapado palabras grandes y no he sido grosera con nadie. Es tiempo de volver a casa—.


En el comedor nos sentamos solas en una mesa, Claudio y Doña Susana pelean por sentarse junto a la ventana, Manuela los mira molesta y Dominga aún no empieza a cantar. Al fin nos sirven el desayuno. Abuelita intenta darle trozos de pan a Pepe. Hoy no es día de mermelada y el sándwich de queso se ve delicioso, lo miro con tantas ganas como vería Doña Susana a una peluca antes de dar la primera mordida.


Todos los días desayunamos una taza de leche caliente, a veces con chocolate, pero casi siempre sola y con nata. Me gusta la nata. Mientras la taza de leche se enfría, yo espero.


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Adriana Borja Enríquez (Quito, 1990) es psicóloga clínica y narradora. IWP Alumni 2018, The University of Iowa. Chevening Scholar 2020. Actualmente cursa una maestría en Gender, Sexuality and Culture en Birkbeck, University of London. Parte de sus relatos han sido publicados en revistas literarias y las antologías: MicroQuito I (FONSAL, 2010), Bajo las luces oscuras (CCE, 2012), Ajeno Amanecer (CCE, 2013), Escenarios (AEN, 2013), Il Futuro, un luogo nel mondo (Ibiskos, 2013), Nunca se sabe (Cactus Pink, 2017), Generazioni (Ibiskos, 2017), Señorita Satán: Nuevas narradoras ecuatorianas (Editorial El Conejo, 2017), La estrategia del ciempiés (Colectivo Quilago, 2018).


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Imagen: Diseño de Myrna Flores https://linktr.ee/MyrnaFlores

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