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9/11 VEINTE AÑOS DESPUÉS - Adriana González Mateos



9/11 veinte años después

Hace veinte años yo vivía en Brooklyn. Estaba desayunando con mi esposo cuando nos habló mi mamá desde México y me dijo lo que estaba pasando. Corrimos a nuestra recámara para verlo desde la ventana, y oímos el segundo impacto. En la siguiente media hora nos llamaron para cancelar la cita a la que planeábamos ir y supimos que estaba cerrado el subway. La nube de humo era enorme, el cielo se nubló. Ya habíamos prendido la tele, oíamos las noticias, veíamos el incendio en la pantalla y en la ventana, y así vimos los derrumbes.


En las primeras horas todo era incierto: ¿el ataque a las torres era parte de algo mayor? ¿estarían atacando otros sitios en la ciudad o en el país? ¿por qué se había estrellado otro avión en Pennsylvania, en un lugar cuyo nombre no había oído nunca? ¿de verdad habían atacado el Pentágono? Muy pronto vimos que nuestra confusión no era compartida por los noticieros, que ese mismo día comenzaron a acusar a Al Qaeda y a entrevistar, uno tras otro, a expertos, políticos y militares que hablaron de la necesidad de lanzar la guerra contra Afganistán. Oí por primera vez el nombre de Osama bin Laden, que en los días siguientes apareció en incontables encabezados.

Chris y yo nos habíamos casado el año anterior. Si me comparaba con otros becarios que llegaron al mismo tiempo que yo a estudiar sus posgrados, me parecían muy claras las ventajas que me daba el haberme casado con alguien nacido en Manhattan, que tenía muchos más elementos para entender lo que sucedía en su país, en su idioma, en ese barrio, el Financial District, donde yo misma había tenido un empleo free-lance: él conocía bien esa zona y podía recomendarme muchos restaurantes, bares y cafecitos por ahí. Aunque me frustraban un poco mis deficiencias de vocabulario y pronunciación, disfrutaba mucho las reuniones con sus amigos, que años atrás habían hecho una revista situacionista en San Francisco y ahora seguían las manifestaciones altermundistas y criticaban las últimas elecciones, que Bush había ganado de manera sospechosa. Esa mañana, mientras veíamos el incendio de las Torres, nos dio fuerza estar juntos: tratamos de entender lo que sucedía, tomamos las mínimas decisiones del momento, sentimos el mismo repudio frente a la reacción bélica que empezaba a desplegarse.


Nuestra boda complicaba mi vida de otras maneras que se agudizaron a partir de ese día. Había dejado de ser una simple grad student, cuya visa asentaba con precisión el tiempo que podía quedarme legalmente, y en cambio imaginaba un largo futuro en ese país, que me ataba con lazos difíciles de discernir. La invasión de Afganistán, por ejemplo: en nuestro edificio vivía una familia con quien apenas cruzábamos palabra, aunque nos saludábamos casi todos los días en el elevador. Me daban mucha curiosidad las mujeres, que se cubrían la cabeza con mascadas. ¿De qué país musulmán venían? ¿Podían ser afganas? ¿Era mi imaginación, o ahora sonreían menos y parecían asustadas? Por mi cuñada supimos, dos o tres días después, que alguien había tirado sangre de cerdo en una mezquita en The Bay Area, donde ella vivía. Una que otra mirada desconfiada, en la calle, me hizo comprender que yo también, para los ojos inflamados de patriotismo, parecía oriental, árabe… alien. A nadie se le ocurría que yo fuera irlandesa, como los policías y bomberos que se juntaban en el bar de la esquina, el Farrell’s, en medio de ese barrio donde había grandes desfiles el día de Saint Patrick. Esas calles que después del 11 de septiembre se llenaron de banderas e insignias con las barras y las estrellas.


Todo ese día y el siguiente llovieron los memorandos, cartas, sobres, hojas membretadas y facturas que volaron en la conmoción y luego cayeron más despacio, trayendo recados de quienes ya no estaban. En las estaciones del subway empezaron a aparecer sus fotos, colocadas por las familias desesperadas por encontrarlos. En mi edifico, el bulletin board se llenó de flores y recados para la vecina que aún esperaba recuperar a su hijo, un bombero que participó en las labores de rescate y no había regresado.

La ciudad no se recuperaba: los restaurantes desiertos, la gente que dejaba de hablar cuando el subway salía del subterráneo para recorrer ese trecho de Brooklyn desde donde se ve la Estatua de la Libertad, pero ya nunca más las Torres Gemelas. Sonámbulos: todos mirando el mismo hueco, incapaces de despertar.

O esas estaciones del sur de Manhattan donde ya no se paraba el tren pero se sentía tanta pena, si es que así es como se dice en español la contrita y cabizbaja palabra sorrow, la sensación de avanzar bajo tierra y entre tantos muertos.


Nunca me había acostumbrado a que en cualquier momento de una reunión alguno de los invitados hablara de la guerra en que había participado. What we did in Berlin, había dicho un amigo de la señora que me rentaba un cuarto, cuando yo acababa de llegar a Nueva York, y no me atreví a preguntar más (algo en su expresión anunciaba que no era una historia agradable), pero calculé que en 1945 el señor debía haber sido un soldado muy joven. Era inquietante que cualquier persona conocida quizá tuviera recuerdos de un frente de batalla. Después del 11 de septiembre, con los periódicos y la televisión llamando a las armas, empecé a descubrir el mismo afán en quienes menos lo hubiera esperado: gente que se preguntaba cómo era posible que alguien odiara tanto a los Estados Unidos, pero no tenía ganas de oír que llevaban doscientos años bombardeando al resto del mundo. Una noche soñé con la Llorona, su grito interrumpido porque desperté y mientras trataba de calmarme la entendí: qué país es éste, que a tantas muertes responde vociferando por más muerte.


Por eso me hizo bien ir a Union Square, donde la gente creó una inmensa instalación antibélica: a muchos les bastaron una cartulina y unos plumones para escribir “An eye for an eye makes everybody blind”, otros llamaban a meditaciones colectivas o dibujaban la paloma de la paz, intervenían los monumentos: la estatua ecuestre que mira hacia el hueco donde estaban las Torres Gemelas (algún héroe retratado en los dólares) llevaba dos banderas azules, una con el signo de paz y amor y otra con la imagen del planeta entero. Con carteles, flores, dibujos, velas y poemas, muchos neoyorkinos dejaron un tributo a los bomberos y policías perdidos, a su esperanza de paz, a las víctimas. Había avisos de actos organizados para ayudar a los afectados, prácticas de yoga, rezos. Sí, había gente como yo, aunque fuera difícil verla. Tal vez ahí encontré el aviso de una presentación de la RAWA (Revolutionary Association of the Women of Afghanistán), a la que no pudimos entrar porque el auditorio estaba atestado. También se anunciaban los teach-ins: sesiones organizadas por las universidades para discutir aspectos de la crisis: la política norteamericana en el Medio Oriente, la religión islámica, la recesión económica, la importancia del petróleo en el conflicto. Invitaciones a actos pacifistas. Un hombre que debía ser un monje budista tañía un tambor que sonaba como un latido, a la vez un son de duelo y un llamado a la serenidad.


En los meses siguientes las discrepancias se agudizaron: fui a la manifestación pacifista convocada para el día que empezó la guerra contra Afganistán, también silenciada por los medios, pero me asustó encontrarme a mis vecinos marchando al anochecer, con velas, cantando God Bless America. El New York Times empezó a publicar A Nation Challenged, un recuento de historias de quienes murieron en las Torres, aunque yo dudaba que alguna vez incluyeran a los migrantes ilegales (meseros, trabajadores de limpieza) que estuvieron ahí; al mismo tiempo, la BBC transmitía imágenes de la frontera pakistana y había que vivir con las caras de ancianos que caminaron durante días para salvarse, niños enfermos temblando de frío. Se me fue haciendo más difícil hablar, salvo con mi marido y con dos o tres amigos cada vez más cautelosos. La ciudad a la que llegué unos años antes, donde al empezar la primavera, de un día para otro, la gente se quitaba los abrigos negros para exhibir tatuajes, piercings, ropa interior de colores, reunirse en los bares y restaurantes donde se hablaban todos los idiomas, se invocaba a tantos dioses y se amaba de tantas maneras, donde nada parecía raro ni excesivo, se convirtió a una unanimidad tricolor. La orden de estar with us or against us resonaba sin matices, objeciones ni preguntas.


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Adriana González Mateos es doctora en Literatura Comparada por la Universidad de Nueva York y profesora investigadora de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México desde 2006. Ha publicado traducciones de poesía (Los danzantes del tiempo, en colaboración con Christopher Winks, UACM 2010, La música del desierto, de William Carlos Williams, en colaboración con Myriam Moscona, Aldus, 1996), ensayos, cuentos (Cuentos para ciclistas y jinetes, Aldus 1995), crónicas (And then/Andenes. Crónicas DF/NY (UNAM 2015) y las novelas El lenguaje de las orquídeas (Tusquets 2007) y Otra máscara de Esperanza (Océano 2014).


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